(Sí, el tema tiene poco que ver con gestión del conocimiento, pero se supone que ésto es un blog y no un portal… así que disculpen ustedes que me suelte el pelo).
Personalmente no creo en «derechos de los pueblos» (ni siquiera en «los pueblos» como unidad política: me recuerda conceptos racistas del XIX y el XX). Tampoco creo en los derechos históricos de personas o regiones (como si lo que pasó hace 20, 200 o 2000 años importara hoy más que como referencia). Pero sí creo en la libertad individual, y en que esa libertad es la única fuente legítima de derechos. La fijación arbitraria de fronteras tiene la ventaja de que resulta en un marco jurídico, y éso es necesario para la vida en común… pero tiene varias desventajas:
- Permite que una parte minoritaria de la población sea mal gobernada sin más opciones que emigrar, votar en protesta, o (incluso) recurrir a la violencia.
- Ofrece a políticos nacionalistas una razón para justificar esa violencia (al no existir forma práctica de cambiar la situación).
- Evita una verdadera competencia entre jurisdicciones, y dificulta la experimentación con soluciones territoriales que podrían representar una mejora.
- Deslegitima la autoridad central al permitir que se la presente como «impuesta» y no asumida.
Si consideramos el marco jurisdiccional como algo sencillamente útil, y no algo sagrado, veremos que fosilizarlo puede ser práctico a corto plazo pero, a largo, es una potencial causa de problemas. Como todo contrato, el contrato social debería tener claúsulas de rescisión.
El caso español, el caso británico y el caso canadiense
En Gran Bretaña, la unificación es antigua y no queda casi nada de la estructura jurídica separada de los viejos reinos (incluso si tomamos en cuenta las reformas constitucionales de Blair). En España, la Constitución y los Estatutos autonómicos confieren a las regiones una capacidad de autogobierno (i.e. diferenciación jurídica y política) muy amplia. En Canadá, la capacidad es aún mayor.
En Gran Bretaña, cuando se plantea la secesión de una región, hay quien se opone y quien la apoya, pero no se escudan en normas contra consultas populares. En Canadá, se ha planteado varias veces… pero, tras una ley reguladora de estos plebiscitos (y hacer ilegales los unilaterales), las consultas han caído en picado.
En España, la cuestión está sirviendo para desestabilizar el gobierno de la nación y deslegitimar al Estado en las regiones en las que los políticos gobernantes apoyan, de forma tácita o explícita, un ideario separatista. Están sirviendo para vaciar de contenido el marco legal, «despenalizando» comportamientos que atentan contra la libertad de opinión y expresión de minorías (o mayorías), o incluso contra la propiedad y la vida.
Un Estado donde las leyes se aplican de forma selectiva según la afiliación partidista del agresor y la víctima es una tiranía (aunque la quiera una mayoría). Cuando se extiende, es un estado fallido. Y éso no suele acabar bien. La madurez del Estado español, así como la paciencia y el miedo de las minorías no nacionalistas en Cataluña y País Vasco (y probablemente pronto Navarra), han hecho que hasta ahora este comportamiento no acabe espectacularmente mal. Pero sería más práctico evitar el choque, porque es innecesario.
La Constitución y las consultas populares
La Constitución española no impide su propia reforma, y éso abre la posibilidad de regular el cambio del territorio nacional. Sin embargo, lo más probable es que ni siquiera hiciera falta cambiarla (más allá de una sola palabra, «indivisible«) para dar cabida a un proceso de reorganización territorial y secesión que podría acabar sorprendiéndonos.
Planteémonos primero, ¿qué requisitos debería tener una consulta popular sobre la secesión de un territorio para ser relevante… y vinculante?
- Opciones claras. Como en el caso canadiense, los promotores deben plantear claramente las opciones que ofrecen. Es decir, el marco jurídico completo que plantean como alternativa (propuesta básica de nueva Constitución, preacuerdos formales de integración en otras estructuras -países, regiones-, mínimos de territorio y población por debajo de los cuales se desiste, presupuestos y formas de financiación, políticas esenciales diferenciadoras en temas como idioma, identidad nacional, derecho de voto, residencia y propiedad, etcétera). No hace falta decir que esas alternativas deben ser aceptables, es decir no lesionar los derechos existentes de los ciudadanos españoles de esos territorios (i.e. no ser ilegales bajo la legislación actual, específicamente bajo los Códigos Civil y Penal, pero tampoco afectar a los principios democráticos y de igualdad ante la ley). Las preguntas deberían ser además meridianamente claras. Eso impediría votos sin contenido y votos populistas que agrupen partidos radicalmente diversos en torno a una causa sólo aparentemente común, así como lesiones palmarias de los derechos de los ciudadanos españoles.
- Legitimidad. Para promover una consulta de este tipo haría falta una mayoría de tres cuartas partes en el gobierno local (autonómico, municipal… el que proceda) o bien una petición escrita respaldada por un 15% de la población (y me quedo corto).
- Granularidad. Para evitar que una mayoría centrada en una parte del territorio arrastre a minorías que no comparten su opinión (p.ej. ciudades arrastrando al campo, o viceversa) la consulta debe celebrarse al mínimo nivel práctico. Es decir, no ya a nivel provincial, sino probablemente a nivel municipal… o al menos en distritos que agrupen bloques de 3.000 habitantes. En caso de que la consulta sea aprobada a nivel global y rechazada a nivel local, esa localidad quedaría excluída del resultado de la consulta (p.ej. Alava, o Fuenterrabía, podrían optar por no independizarse aunque un referéndum en todo el País Vasco diera un resultado secesionista).
- Relevancia. Una cuestión tan radical como un cambio de marco jurídico no puede decidirse por mayoría simple y con participaciones marginales (como las de la aprobación del último Estatuto catalán). Una consulta legítima debe contar con una participación mínima del 75% de la población registrada, y un voto secesionista válido debería contar con el apoyo mínimo del 51% de la población registrada… y me estoy quedando corto.
- Periodicidad. Del mismo modo, y para garantizar la estabilidad jurídica que es fundamental para el desarrollo normal de cualquier actividad (y especialmente la económica, prosaica pero necesaria), las consultas secesionistas no podrían llevarse a cabo con una periodicidad menor de (pongamos) cinco o diez años.
- Coste. Todos los costes (directos e indirectos: los que obliga a hacer a terceras partes, también) de la consulta serán con cargo directo e inmediato (no imputable a futuros ejercicios) al presupuesto de la entidad que promueve la consulta.
- Paz y libertad. Para que el Estado español pueda considerar la posibilidad de que un grupo de sus ciudadanos quieran abandonar su protección y su marco jurídico, tiene que estar seguro de que lo hacen votando de forma plenamente libre y pacífica. Dicho de otro modo, la actividad terrorista en cualquiera de sus formas, la intimidación, la manipulación por parte del gobierno regional, o cualquier otra forma de presión serían causas suficientes para anular una consulta. Algo que debería ser evidente.
- Arbitraje. El tribunal electoral español sería competente para la celebración de la consulta, y el Tribunal Constitucional lo sería sobre los términos de la cuestión puesta a los electores.
- Garantía. En el caso de un referéndum de resultado secesionista, el Estado español estaría formalmente cualificado para ejercer de protector de los derechos y libertades de sus ex-ciudadanos tal como quedaron reflejados en la consulta… y capacitado para invertir sus resultados si esos derechos se conculcan, citando explícitamente a las Fuerzas Armadas.
Con estas condiciones, y probablemente alguna más, las consultas secesionistas serían serias y prácticas… además de pocas. Se dejaría claro el coste de dedicarse al soberanismo (en dinero y en tiempo, caso de que los soberanistas locales no sean capaces de hacer las dos cosas), dando a los ciudadanos información suficiente para orientar sus votos. Y sobre todo, se eliminaría la bandera de la autodeterminación para dejar al descubierto el ideario real de los distintos independentistas.
Porque la autodeterminación es una buena idea (ojalá Kosovo pudiera ejercerla con tranquilidad) si se hace de un modo civilizado y entre gente sensata. Lo esencial es garantizar que, si ha de hacerse, sea así.
Proceso de secesión
Del mismo modo, la Ley Orgánica debería desarrollar (extendiendo de nuevo el modelo canadiense) los pasos prácticos de la implementación de una secesión, incluyendo el papel del Parlamento nacional en la negociación y sanción de todos los puntos que afectan a la soberanía y bienes españoles. No entraremos en detalles para no aburrir.
Eso sí, hay que señalar una opción importante: que el proceso de secesión lo inicie el Estado, renunciando a soberanía y responsabilidad sobre un territorio de modo unilateral (aunque el plebiscito probablemente debiera realizarse sobre todo el territorio). Sería algo equivalente a formalizar los procesos de descolonización y escisión, quitándoles el «sabor» revolucionario y haciéndolos parte de la normalidad.
Reorganización territorial
Pero la película no acaba aquí. Como decía al principio, hacer distinciones arbitrarias en función de la historia, etnia, lenguaje o fronteras autonómicas o provinciales es (valga la redundancia) arbitrario e indefendible. Por lo tanto, cualquier provincia o municipio debería poder optar a cambiar de régimen autonómico (quizá dentro de unos requisitos de proximidad geográfica).
Por ejemplo, algunos municipios del norte de Navarra quizá quisieran pasar a Guipúzcoa. O viceversa ;-). Quizá se lograra apoyo para crear una versión de los «países catalanes»; desde luego, al desaparecer las barreras prácticas se vería si éso es realmente lo que buscan los cabecillas soberanistas en Baleares, Cataluña y Valencia. Seguramente, León reaparecería como autonomía (y pagaría los costes del capricho) y Andalucía se dividiría. Quién sabe, igual sea acaba reorganizando la Península entera a gusto de casi todos.
Sí, existe la posibilidad de acabar como la Primera República española (que llevó a nuevos límites la idea del federalismo) pero si los límites temporales, geográficos y económicos impuestos a las consultas son sensatos, lo único que tendríamos es más libertad y más competencia entre las regiones por ser las que mejor marco jurídico proporcionan.
Y, en el fondo, más estabilidad jurídica y menos cantamañanas (de un lado y de otro).
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